Estoy aprendiendo a dar abrazos. Aún no puedo hacerlo con todo el mundo. La gente no lo sabe y a mi se me da bien disimular. Si alguien se aproxima demasiado tengo técnicas avanzadísimas para escurrirme como una lagartija. La que más uso en realidad es muy básica, no acercarme mucho a nadie. Está muy bien porque a menudo se confunde con la elegancia y me hace parecer más interesante, esto lo he descubierto hace poco.
Fue en una fiesta la primavera del año pasado. Ella llevaba un vestido largo en color verde hierba, tacones de aguja y un escote en la espalda, en forma de “V”, de vértigo. En su mano derecha sostenía una copa de champán, en la izquierda todo el miedo que le producía la cercanía con las personas que conversaban a su alrededor animadamente. No creo que mucha gente lo viera, yo sí, porque mantenía el puño cerrado, sin hacer fuerza, pero cerrado. Me llamó la atención porque era la mujer con más cantidad de piel expuesta y la que más distancia mantenía con los demás. Su pelo moreno y liso perfectamente recogido en una coleta baja, colgaba alineada con su columna vertebral. Sus ojos grandes y verdes centelleaban haciendo juego con dos pendientes de oro blanco y diamantes, tan largos como su cuello. Una sonrisa carnosa enmarcada en rojo channel deleitaba a todo aquel que pasaba por delante.
Yo quise acercarme como quien va curioso a mirarse en un espejo. Quise ver de cerca como es esa elegancia fría de quien no sabe abrazar. No nos habían presentado pero teníamos un amigo en común y lo aproveché como excusa para entablar conversación.
— Hola, eres Marta ¿verdad? — dije sonriendo y ladeando mi cabeza hacia la izquierda, dejando caer mi sonrisa rosa.
— Sí ¿nos conocemos? — dio un paso hacia atrás y se puso aún más derecha. Su gesto neutro.
— Soy Adriana, amiga de Martín, me habló de ti cuando estuve con él en Zaragoza y me dijo que vendrías hoy.
— ¡Ah! ¿También eres amiga de Martin? El mundo es un pañuelo — lo único expresivo eran sus ojos y su boca, su cuerpo continuaba rígido.
— Sí, nos conocemos desde la universidad y aunque no nos vemos mucho es uno de mis mejores amigos, ya sabes como es, siempre dispuesto a pasar un buen rato o a tener una buena charla.
Sus ojos me recorrieron de arriba abajo, mi vestido era azul eléctrico, solo tenía un tirante, se ajustaba hasta la cintura y luego caía con un poco de vuelo, no tan ajustado como el suyo. Yo también llevaba una copa de champán en la mano derecha, mi puño izquierdo cerrado, por su puesto. Sentí como las miradas de algunos hombres resbalaban y caían estrepitosamente por los tejidos sedosos de nuestros vestidos mientras hablábamos. Me despedí cordialmente, no teníamos mucho más de que hablar. Más tarde descubrimos que eso no era cierto.
Yo había ido al cumpleaños de María porque me insistió tanto que no pude decirle que no. Me pareció una idea un poco ridícula lo de que fuéramos de largo a un cumpleaños, pero era su sueño. Rebusqué en mi armario de vestidos de fiesta y mi elección fue rápida. En realidad no quería ir porque no tenía ganas de volver a ver a Daniel. No nos habíamos visto desde hacía seis meses, cuando le dejé. Nuestro saludo fue rápido. Al dejarle me quedé fuera del mundo de sus abrazos. La culpa no me permite estar entrelazada con nadie más de cinco segundos, tiene un cronómetro muy ruidoso. Al verle me di cuenta de que yo había fracasado una vez más. Buscaba afecto, atención ¿amor?, sí, un poco de amor, por favor. Por eso me gustaban sus abrazos, tenían todos los ingredientes necesarios para que yo mantuviera alimentada mi dosis diaria de cariño. Al separarme de él me di cuenta de que no recibir abrazos en la vida era violencia y lloré. Me avergoncé de no llorar por él, porque no lo amaba, amaba los abrazos pero los recibía tan hambrienta que casi ni los saboreaba. Me sentí egoísta y tan frágil que ni si quiera se lo conté a mi mejor amiga. Las mujeres elegantes no enseñamos las miserias, por eso mantenemos las distancias, de cerca corremos el riesgo de que alguien descubra nuestra verdad: no sabemos dar abrazos.
Al final de la noche fui por ultima vez al aseo. Mis pies ardían subidos en aquellos tacones rosas. Cuando entré solo estaba ella, vi su vertiginosa espalda. Acababa de tragarse su propio llanto. Se miraba en el espejo tapándose la boca. Giró rápidamente su cabeza al verme entrar y sus ojos no pudieron contener el dolor.
— ¡Ay…! A veces me dan cólicos tan fuertes que hasta que no me tomo una pastilla no vuelvo a ser persona — una sonrisa falsa tomó las riendas de la situación. Las dos sabíamos que estaba mintiendo.
— ¿Necesitas algo? ¿alguna medicina? ¿quieres que llame a alguien? ¿te ha ocurrido algo? — Pregunté aflojando mi mano izquierda y a una distancia más que prudente.
— No, no, tranquila. Muchas gracias. Esto se me pasa enseguida. — Se compuso el vestido, retocó su maquillaje y salió.
Me quedé sola en el aseo repleto de espejos y escuché un eco que repetía “necesito un abrazo, azo…azo…azo”. Una parte de mi quiso abrazarla desde el momento en que la vio pero no fui capaz de dar unos pasos y tocarla, aunque fuera en el hombro.
Aún sigo preguntándome ¿cómo se abraza una a si misma a través de un espejo?
…a veces…
¿has sabido pedir un abrazo
a tiempo?
¿sabes a dónde va si no lo pides o lo das?
2 comentarios en «Abrazar un espejo»
Te entendí teóloga!!!
Y es que no te hago con el martillo, buscando estratos!!!
Quizás tú trabajo te endureció! Te puso rígida cual mineral.
Sé talco en lugar de mármol.
Bienvenido Fino!
¿Teóloga? Pues lo mismo es interesante también… Gracias por la sugerencia pero… el mármol es mucho más elegante que el yeso ¿no crees?
¡Saludos!